Los buzones cada amanecer estaban más desiertos y los carteros más mohínos,
la temporada de otoño-invierno llenaba las cabezas y la gente se pasaba el
día con las manos en las bocas, los ojos abiertos y con miedo a la oscuridad.
Las miradas reflejaban lo que pensaban que ojalá el día estuviera bañado por
un sol dorado y sus oficios fuesen sólo tumbarse a leer en un campo de girasoles.
Que sí que vale, que a todos les gustaba ponerse chaquetas de lana y notar que
estaban blanditas, y también las hojas secas y las bufandas, y a todos les jode que
les queden mal algunos gorros, pero cambiarían eso por un rayo de sol al igual que
yo.
El paso de los días va a mejor y les va provocando a los habitantes de aquella
aldea italiana un efecto dominó en sentido inverso, algo que hace que las fichas
que están tumbadas decidan levantarse, del letargo, se estremecían las bocas
y se les caían para atrás los hombros, por no hablar de que tenían los
músculos engarrotados de mil maneras y las manos les centelleaban del mismo
modo que las palabras.